Caminando entre tumbas.

05.07.2019

La cruel realidad del Camposanto.

El Camposanto abre sus puertas. El chirrido de las raídas bisagras se cuela entre la hilera de cipreses y despierta, quejoso, el graznido de las urracas. Aunque los primeros rayos de sol ya hace tiempo que alumbran las copas de los árboles, la luminosidad no resta un ápice de la tristeza que envuelve el lugar con su eterno manto. Las sombras son allí más intensas. El silencio reinante aparece manso, imperturbable, como parte indivisible de los cuerpos inertes que allí se hallan. Al enfilar el corredor principal, la existencia de aquel que penetra se tiñe de nostalgia. El núcleo principal de nichos recibe al visitante tras superar varias tumbas ancladas en el suelo y en el tiempo, así como algún pequeño mausoleo que otro, los cuales se erigen majestuosos, mostrando las heridas que el tiempo les va causando. Aunque de nada sirve lujo alguno en un lugar donde la indiferencia de sus moradores se extiende entre toda la comunidad a partes iguales. Sin distinciones. Sin privilegios.
Caminando entre la fila de tumbas, la percepción de que cientos de ojos observan aterrados aumenta por momentos. Lágrimas secas permanecen impregnadas en el desgastado pavimento, actuando como calcomanías del dolor que tantos han derramado. El color de las flores que adornan los nichos más afortunados contrastan con aquellos que, olvidados, presentan mustios los presentes dedicados hace tiempo. Algunas lápidas brillan, límpidas y acicaladas, en un anhelo por conservar los vestigios de una vida ya consumada. Otras en cambio, ven como una gruesa capa de polvo cubre el mármol que los identifica, sucia e ignorada, como si el esqueleto que al otro lado se encuentra no mereciera la más mínima atención, como si fuera objeto de un castigo eterno que ya nada importa. Para la mayoría de usuarios, visitar el cementerio se traduce en el reencuentro espiritual con sus seres queridos. Estar frente a la lápida que a todos mantiene encerrados en esos lúgubres huecos, implica leer su nombre por enésima vez. Repetir en un susurro la fecha de su nacimiento y recordar en un lamento la de su muerte. Hablar sin despegar los labios, preguntar a sabiendas que nadie responderá. Inevitable se hace detenerse junto a aquellas en las que con su residente se compartió momentos de placer, conversaciones en la barra de un bar, horas de faena en el sacrificio del trabajo. Caminar entre tumbas es un constante guiño al pasado y una inquieta mirada al futuro. Una mezcolanza axiomática. Porque una vez llegada la hora de decir adiós, ya nada cambiará, ya nada permitirá ofrecer una segunda oportunidad. Lo material conseguido otros lo disfrutarán, lo sentimental obtenido devorado será por el ciclo de la preterición.
Al salir, atrás queda la añoranza y un atisbo de fantasía golpea impetuoso en el pecho. Porque algún día algunos formaran parte del antiguo cementerio y, otros, transformarán su materia en un simple puñado de cenizas. Lo mismo es. Pero hasta entonces todo es vida, pasión, proyectos e ilusiones por cumplir. Se debe, al menos, intentar aprovechar cada segundo que desfila ante nuestros ojos, porque llegará el momento en el que alguien camine entre tumbas y te dirija palabras que tú ya no podrás escuchar.

Reflexiones, realidad y pensamientos tabú.
J. David G. Yanes.

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